Todo comienza días después del sorprendente hallazgo de la primera civilización madre, la Atlántida.Nuestros protagonistas, Thomas McGrady Natalie Duthij, guiados por los Itnicos,la sociedad guardiana del gran secreto,deberán regresar a la Atlántida para encontrar la última pieza del puzle que los creadores de aquella civilización ocultaron en el tiempo.Pero este viaje no lo harán solos. Un pintoresco personaje les acompañará durante el trayecto hacia su destino y les narrará en primera persona una historia llena de aventura y de amor.Recorrerán lugares tan misteriosos y fascinantes como Stonehenge y las líneas de Nazca, donde sin querer y sin poder evitarlo,te verás inmerso en la búsqueda de la respuestas de los enigmas que se les plantea.Esta novela revela una sorprendente historia de la humanidad así como las conexiones entre las grandes y enigmáticas civilizaciones del pasado con la Atlántida.

domingo, 26 de junio de 2011

Primer capítulo de la Llave de la Atlántida.

La Tierra
Tras la extinción de los seres vivos. En la actualidad.

La Tierra ya no era un lugar lleno de vida, se había convertido en un espejismo de lo que fue. Los cielos no eran surcados por bandadas de pájaros, los ríos y mares estaban vacíos, y los grandes bosques y selvas se hallaban en completo silencio. El aire estaba corrompido por los millones de cadáveres que se descomponían por doquier y las ciudades ya no tenían aquellas luminosas luces que alumbraban los escaparates, ni aquellos chorros de agua que salían de sus magníficas fuentes, donde los niños aprovechaban para jugar y refrescarse. Sus calles, antes repletas de gente pululando por las mismas como si de hormigas se tratasen, estaban vacías, muertas, sin ningún tipo de ruido que perturbara la tranquilidad y el sosiego en el que se hallaban.
Tan solo un vehículo circulando por una de esas silenciosas calles quebraba aquella calma. En el interior del vehículo se encontraba Thomas, que abrazaba a Natalie fuertemente, mientras pensaba en el mal que habían causado, pues habían sido, por desgracia o por fortuna, los portadores de la muerte y el exterminio. De repente, y perturbando aquel momento de tristeza, Ryan, que así es como se llamaba el hombre de los ojos azules y que parecía ser el cabecilla de los ítnicos, se dirigió a ellos:
—No merece la pena que sigáis compadeciéndoos.
Al escuchar aquellas palabras tan despreocupadas por lo sucedido, Thomas apretó contra su pecho a Natalie, que lloraba desconsolada, y le contestó:
—¿Cómo puedes decir semejante atrocidad? ¿No ves lo que hemos hecho? Somos los culpables de la muerte de todo ser viviente en la faz de la Tierra.
—Eso es cierto —afirmó fríamente con semblante serio y asintiendo con la cabeza—. Pero lo hecho, hecho está, y ya nada se puede hacer para solucionarlo.
—¿Pero qué pasará ahora? No queda nadie, solamente nosotros. Toda nuestra raza ha desaparecido, la hemos extinguido para siempre —dijo Natalie con el rostro lleno de lágrimas.
—Bueno…, eso no es del todo cierto —contestó Ryan.
—¿Cómo que no es del todo cierto? —preguntaron al unísono Thomas y Natalie.
—Ya os dije que cuando llegáramos a la Atlántida os lo explicaría todo.
—No nos puedes dejar con esta incertidumbre. Contesta, por favor —le suplicó Natalie mientras le cogía de las manos.
Durante un instante Ryan quedó pensativo, dudaba si era el momento oportuno para explicarles con más detalle lo sucedido, pero tras ver el estado en el que se encontraban accedió a la súplica de Natalie.
—Está bien, es un poco complicado, pero os lo intentaré explicar a grandes rasgos. Como os dije anteriormente, lo que habéis hecho es lo mismo que nuestros antepasados hicieron cuando llegaron a este planeta: acabar con todo ser vivo que habita en él. Pero esta arma es de doble filo, pues a la vez que extermina la vida, la siembra de vida nueva.
—¿Qué? ¿Siembra? —preguntó Thomas.
—Cuando digo sembrar me refiero a que gracias a lo evolucionados que estaban nuestros antepasados, tanto tecnológica como científicamente, pudieron añadir al rayo secuencias de ADN de todos los seres vivos que habitaban en su planeta y, cómo no, de ellos mismos.
—No me lo puedo creer —dijo Thomas boquiabierto.
—Sé que resulta algo complicado y extraño de entender, pero es así como volvió la vida a este planeta y como volverá a surgir ahora.
Natalie escuchaba las palabras de Ryan y, a pesar de todas las aventuras que habían vivido y todo lo que habían descubierto, le sonaban a ciencia ficción. Entonces, le dijo indignada:
—Me niego a creer que todo ser viviente que había en la Tierra, incluyéndonos a nosotros, fuéramos un simple experimento de vuestros antepasados. Nosotros venimos de la evolución de millones y millones de años, no de una simple probeta de laboratorio.
—Puedes pensar lo que quieras, pero toda vuestra raza, y vuestro planeta en definitiva, es el producto de un experimento de colonización que…
En ese mismo instante, e interrumpiendo la conversación que mantenían Ryan, Natalie y Thomas, el conductor dijo:
—Señor, hemos llegado.
—¿Ya hemos llegado? ¿Pero dónde? —preguntó Thomas mientras intentaba ver tras los cristales tintados el lugar.
—Ahora lo veréis —les dijo Ryan con una sonrisa dibujada en sus labios.

Segundo capítulo de La Llave de la Atlántida.

El escondite de los ítnicos

El conductor detuvo el coche, después se bajó del mismo y se dirigió hacia la puerta trasera. Tras abrirla, Ryan cogió su espada y asomando la cabeza por la puerta, al ver que Thomas y Natalie no bajaban, les invitó con un gesto de su mano a que lo hicieran. Thomas comenzó a acercarse a la puerta, cuando Natalie, asustada y desconfiando de aquellos hombres que un tiempo atrás les deseaban la muerte, cogió con fuerza la mano de Thomas y le dijo muy bajito:
—Tengo miedo, ¿qué nos va a pasar?
—Tranquila, no te preocupes —le dijo con voz suave mientras le besaba en la frente.
Ya, fuera del vehículo, Thomas miró el lugar y le preguntó a Ryan:
—¿Dónde estamos? No conozco este sitio.
—Ahora mismo saldrás de dudas.
Aquel lugar no infundía mucha tranquilidad a Thomas ni a Natalie, ya que el vehículo les había dejado en un polígono abandonado en las afueras de la ciudad, frente a una fábrica prácticamente derruida por el paso del tiempo.
Ryan, que andaba a paso ligero, se detuvo frente una puerta de metal oxidada. Seguidamente golpeó la puerta tres veces con los nudillos de su mano derecha y esperó. Segundos después, escucharon un ruido, como si alguien desde el otro lado estuviera manipulando la puerta, y tras esos ruidos una pequeña chapa rectangular comenzó a abrirse haciendo un ruido espantoso, parecía que la misma puerta se estuviera estremeciendo de dolor. Cuando acabó de abrirse, volvió a cerrarse haciendo el mismo ruido y causado por el oxido de las guías.
Thomas y Natalie se miraron sin entender lo que estaba ocurriendo, cuando de repente la puerta empezó moverse.
—Vamos, seguidme —les dijo Ryan mientras entraba.
Thomas, que aún tenía agarrada la mano por Natalie, la apretó con fuerza, tragó saliva y comenzó a caminar hacia el interior. Al pasar por la puerta quedaron sorprendidos cuando vieron que el guardián de la misma, que también era un ítnico, les hacía una reverencia, pero lo que más les llamó la atención fue el interior de la fábrica.
—¿Esto será una broma? —preguntó Thomas.
—No deberías juzgar las cosas a primera vista, Thomas, y creo que de eso ya entendéis los dos —le respondió sin ni siquiera girarse ni detenerse.
A medida que se adentraban en la fábrica se daban cuenta del estado de deterioro en el que se encontraba la misma. Las máquinas, si así se les podía llamar, estaban completamente destrozadas, oxidadas al igual que todo el material de hierro que había. El techo, repleto de agujeros y las ventanas, desprovistas de sus cristales dejaban pasar el aire libremente hacia el interior, y un aire con olor a humedad y a hierro oxidado inundaba aquel lugar penetrando bien hondo en los pulmones de Thomas y Natalie.
—¿Dónde nos lleva? ¿Estás seguro de que nos podemos fiar de él? —preguntó Natalie al oído a Thomas mientras observaba aquel tétrico lugar.
—No tenemos ninguna opción mejor —le respondió sonriéndole.
Continuaron caminando hasta llegar a una escalera, que al igual que el resto de la fábrica estaba completamente oxidada, tal era su grado de deterioro que las barandillas habían desaparecido por completo. Ryan comenzó a descender por los débiles peldaños con mucha rapidez, que doloridos por la enfermedad que los corroía desde el interior chirriaban con fuerza. Tras él, mucho más inseguros y más cautos, Thomas y Natalie le seguían más lentamente.
Al llegar abajo, iluminado por una pequeña bombilla que daba una débil e intermitente luz, se encontraron con un estrecho pasillo repleto de pequeños charcos de agua, que terminaba en una gran puerta de metal y que a diferencia del resto y de toda la fábrica se encontraba en perfecto estado. Cuando llegaron a ella, Ryan se giró hacia Thomas y Natalie, introdujo la mano bajo su gabardina y sacó la espada. Al ver aquello, Natalie, asustada y temiéndose lo peor, comenzó a chillar.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Ryan al ver su actitud.
—¡No! ¡No nos mates! —le gritaba mientras tiraba de la mano de Thomas en dirección a las escaleras.
Ryan, al ver a Natalie, comenzó a reírse a carcajadas. Después y sin poder dejar de reír, volvió a girarse hacia la puerta y metió la espada por una pequeña e imperceptible abertura que había junto a ella, y tras esperar pocos segundos la sacó y volvió a introducírsela en la gabardina.
—¿Y ahora a qué esperamos? —preguntó Thomas mientras tranquilizaba a Natalie.
De repente y respondiendo a su pregunta, la puerta comenzó a abrirse muy lentamente, y mientras lo hacía una luz que salía del interior comenzó a iluminar todo el pasillo.
—Vamos, seguidme —les dijo Ryan cuando estuvo abierta por completo.
Cuando atravesaron la puerta se encontraron con otro ítnico, que les esperaba frente a dos piezas de tela morada que colgaban del techo y que les impedían ver lo que había tras ella.
—Os están esperando —le dijo aquel hombre a Ryan.
Dicho esto, con una de sus manos apartó suavemente una de las piezas de tela, y mientras les hacía una reverencia les indicó que pasaran.
—Yo me quedo aquí. Mi misión, de momento, ya ha acabado —les dijo Ryan.
—¿Y qué hacemos nosotros? —le preguntó Natalie.
—Ya le habéis escuchado: pasad hacia el interior, os están esperando.
—¿Quiénes? —le preguntó Thomas intrigado.
—Ahora lo veréis, no les hagáis esperar más —le contestó mientras apartaba la otra pieza de tela.
Thomas y Natalie pasaron por la abertura que hizo Ryan y el otro hombre al separar las telas.
Frente a ellos, y como si se hubieran transportado a otro lugar, había una enorme sala, iluminada por un gran cristal en forma de rombo. Las paredes estaban adornadas con grandes pinturas y telas, algunas tenían dibujos muy extraños, como traídos del pasado. Otras eran símbolos como los que tantas veces ya habían visto Thomas y Natalie en las salas de las momias y en la Atlántida. En cada esquina de la sala había unos pedestales dorados que acababan en su parte superior en una especie de cuencos, que no cesaban de humear envolviendo toda la sala de misterio. En medio de la sala había una gran mesa rectangular de madera, rodeada por diez sillones majestuosos, forrados con una tela de color roja, y presidiendo la mesa, un gran trono dorado, decorado con aquellos símbolos, y sobre todos ellos, en lo más alto del trono, el símbolo del medallón.
—¡Oh! —exclamó Natalie—. Esta sala es preciosa.
—Sí que lo es —le contestó Thomas boquiabierto.
En aquel mismo instante, una pequeña puerta se abrió al final de la sala y de ella comenzaron a salir personas.
—¿Son ítnicos? —preguntó Natalie al verlos.
Thomas no le contestó, ni siquiera le había prestado atención, pues estaba ensimismado con todo lo que estaba sucediendo.
Aquellas personas, a diferencia de los demás ítnicos, no vestían igual, es decir, no llevaban una gabardina negra, sino grandes túnicas de color negro y una capucha de color morado que les tapaba por completo la cara. Poco a poco y en completo silencio, fueron acercándose, cada uno de ellos a uno de los sillones, y después con el mismo silencio se sentaron.
—¡Hola! Somos Thomas y Natalie —dijo Thomas, que no sabía muy bien qué hacer, ni cómo actuar.
Pero nadie contestó, continuaron inmóviles, en silencio.
—Ya sabemos quiénes sois —se escuchó de repente en toda la sala.
Tras esas palabras, y como si fueran resortes, todos se pusieron en pie.
Thomas y Natalie miraron a un lado y a otro buscando la procedencia de aquella voz.
—¿Quién es? ¿Dónde está? —preguntó Thomas al no encontrar de dónde venía.
Sus preguntas pronto fueron respondidas, pues la misma puerta por la que anteriormente habían salido todas aquellas misteriosas personas se abrió nuevamente, y de ella apareció otra persona vestida completamente diferente a las demás. Su túnica y su capucha eran moradas y estaban repletas de bordados en la lengua de los atlantes. Aquel hombre, ya que su voz era masculina, debía tener una avanzada edad, pues tanto su voz como sus andares, lentos y torpes, así lo reflejaban. Muy lentamente, se acercó hasta el trono que presidía la mesa, y después con la misma lentitud se sentó. Seguidamente levantó su mano, y con un solo gesto de la misma todas aquellas personas se sentaron. El silencio se palpaba en el ambiente, tan solo se escuchaba la respiración acelerada y producida por el nerviosismo de Thomas y Natalie.
—Te estábamos esperando, Thomas McGrady —le dijo el hombre.
—¿A mí? —le contestó dando un paso hacia delante.
—Sí, a ti. Llevábamos muchísimo tiempo esperando tu llega.
—¿Su llegada? ¿Pero es que ya sabíais lo que iba a suceder? —le preguntó Natalie.
—No exactamente. Nuestros más antiguos escritos nos hablaban de la llegada de un último sabio que traería nuevamente la pureza al mundo, lo que no nos explicaba en ninguno de ellos, ni tan siquiera nos podíamos imaginar, es que la traería de esta forma —les contestó el hombre mientras se levantaba.
—Entonces, si ya lo sabíais, ¿por qué intentasteis matarnos y evitar así que llegáramos? —le preguntó Thomas.
—Como te he dicho, nunca creímos que sería de esta forma, ni siquiera que el último de los sabios hubiera nacido y crecido fuera de nuestro círculo. Por eso, te veíamos como una amenaza que debíamos erradicar.
—No entiendo nada —dijo Natalie.
—Ni yo —añadió Thomas.
Al escuchar aquellos comentarios, el hombre se giró y comenzó a caminar hacia la puerta de donde había salido, al llegar a ella se volvió y les dijo:
—Venid. Quizás si os enseño una cosa lo llegaréis a entender.
Sin pensárselo dos veces, accedieron a su petición y lo siguieron.
Al atravesar la puerta entraron en otra sala, un poco más pequeña y menos decorada. Estaba iluminada, al igual que la anterior, por un gran cristal que colgaba del techo. Las paredes estaban repletas de estanterías rebosantes de libros y pergaminos, y al final del todo, una gran tela de color morado que colgaba del techo parecía ocultar algo tras ella.
—Aquí está toda nuestra historia, desde nuestra llegada hasta nuestro fin —les comentó levantando sus manos.
Thomas y Natalie no salían de su asombro, en aquel lugar se hallaba el más completo archivo sobre la civilización más misteriosa y extraña de la Historia.
—Vuestro fin… ¿cómo fue? —le preguntó Natalie muy interesada.
—Seguidme y os iré explicando lo que sucedió —les dijo mientras se dirigía hacia la tela del final—. Al principio, antes de que vuestra raza existiera, nuestros antepasados vivían en paz y armonía con el planeta. Debido a errores del pasado, habían aprendido a coexistir con todo su entorno a la perfección y a solucionar todos los problemas sin guerras ni sangre. No como vosotros —puntualizó—. Así vivieron millones de años, dejando que el planeta se recuperara y que las nuevas especies fueran evolucionando, pero ¡eso sí!, siempre bajo su más estricta supervisión. Desgraciadamente para ellos, la radiación de la estrella por la que tuvieron que huir de su planeta los hizo inservibles para poder procrear, así que aun estando dotados de una vida muy longeva sabían que no era ilimitada y que tarde o temprano les llegaría su fin. Por ese motivo os crearon a vosotros, pues erais la última esperanza para que toda su cultura y sabiduría no cayera en el olvido, para que un pedazo de su civilización no muriera. Como si de niños pequeños os tratarais, os estuvieron vigilando, ayudándoos a crecer, seleccionando los más adecuados para su fin. Cuando estuvisteis lo bastante evolucionados comenzaron a enseñaros, y empezasteis a descubrir y comprender todo lo que os rodeaba, desde el significado de lo más insignificante hasta mirar más allá de las estrellas. Pero vosotros, que al principio erais místicos y con una mente abierta, les fallasteis, comenzasteis a pelear entre vosotros mismos, a mataros, a destruir todo lo que os rodeaba. Un buen día, los sabios Aketarram y Tixtare, a petición del pueblo, que veía lo que estaba sucediendo, se reunieron en el corazón de la Atlántida para decidir qué hacer. Tras varias horas de encierro, los sabios tomaron una decisión y salieron a lo más alto del templo para comunicarles a todos los atlantes lo decidido. Pero aquella decisión no sentó muy bien al pueblo, pues os veían como una amenaza. Habíais desaprovechado todo lo que os habían enseñado y cada vez erais más codiciosos. Temían por sus vidas. Los sabios, viendo el malestar que había causado su decisión de no haceros nada, les explicaron que vosotros erais su salvación, que debían tener más confianza, que algún día cambiaríais, pero aquellas palabras no les consolaron. El pueblo, lleno de ira, algo que nunca se había visto en la Atlántida, tenía su veredicto, que era purificar nuevamente la Tierra, ya fuera con el apoyo de los sabios o sin él, y comenzaron a entrar en el templo sagrado. Los sabios, viendo lo que se les avecinaba y la masacre que iban a cometer si conseguían llegar a ellos, tomaron una amarga decisión, una decisión que jamás hubieran pensado que tomarían. Tras reunir a sus guardianes de confianza, de quienes descendemos nosotros, pensaron en la única cosa que podía hacer funcionar el arma de purificar.
—El medallón —dijeron Thomas y Natalie.
—Efectivamente, el medallón. Lo separaron en dos partes y cada uno de los sabios cogió una mitad para así resguardaros de la muerte. Después, y ayudados por sus guardianes, consiguieron escapar para nunca más volver a la Atlántida. Los atlantes, indignados, intentaron darles caza, pero nunca más supieron de ellos.
—¿Existió la Atlántida? —preguntó Thomas.
—Debido a un sutil cambio del eje de la Tierra, aquel lugar, que un día fue fértil y lleno de vida, comenzó a congelarse. Y la vida en la Atlántida, al igual que una vela, se fue apagando, consumiéndose poco a poco hasta quedar vacía e inerte.
—¡Dios mío, que final tan triste! —dijo Natalie con los ojos humedecidos.
—Sí, lo es. Aquellos sabios lo dieron todo por vosotros, renunciaron a su pueblo, dejaron su hogar. Pero bueno… al final, tras miles de años, ha sucedido lo que con tanto tesón pedía el pueblo atlante, y que en su día evitaron aquellos hombres.
Thomas, al escuchar aquellas últimas palabras, agachó la cabeza.
—No te preocupes, Thomas, si no lo hubieras hecho tú, al final entre vosotros lo habríais conseguido.
—Puede que sí, pero el peso de la culpa me persigue.
—Ahora eso ya no es importante, Thomas. Ahora lo más importante es lo que deberás hacer, algo que está escrito en tu destino —le comentó.
—¿Qué? —preguntó Natalie.
—Ahora mismo lo sabréis.
Tras aquello, el silencio se hizo y continuaron acercándose a las telas que había al final. Al llegar a ellas se detuvieron, y el hombre agarrando una de las piezas dijo:
—Cuando aparte la tela, veréis el legado que nos entregaron los últimos sabios de la Atlántida antes de su muerte, la profecía de tu llegada, Thomas. Durante miles de años, nosotros, los ítnicos, hemos estado guardando este secreto, y el más anciano de nosotros, al que llamamos Anciano Supremo, y que en este momento soy yo, ha debido de protegerlo y de mandar sobre todos los ítnicos hasta la llegada del sabio.
Cuando acabó de hablar, y bajo la atenta mirada de Thomas y Natalie, poco a poco comenzó a apartar la tela. Sus ojos, al ver lo que ocultaba aquella tela, se abrieron de par en par. Delante de ellos había una losa rectangular de piedra a la que le faltaba un fragmento en una de las esquinas inferiores. De unos dos metros de altura por uno de ancho, su superficie lisa estaba casi en su totalidad esculpida en la lengua de los atlantes, y en la parte superior de la losa, esculpido en grande, el símbolo del medallón, el símbolo de su clan.
—¿Qué le ha sucedido, por qué está rota? —preguntó Thomas.
—Han pasado miles de años desde que fue realizada, y desgraciadamente en todo ese tiempo la hemos tenido que esconder una y otra vez, y una de las veces que la transportábamos se rompió.
—¿Qué pone, Thomas? —le preguntó Natalie mientras la tocaba.
—A ver lo que pone —le dijo mientras se acercaba.

Los tiempos han cambiado, y más que cambiarán, lo que antes era paz se convertirá en guerra, los que antes se amaban se odiarán. Pero no temáis, hijos míos, pues un día, un hombre llegará desde muy lejos portando nuestro símbolo más sagrado y trayendo nuevamente la paz, una paz que será eterna.
Ese hombre se convertirá en el último sabio y…

—¿Y… qué? —preguntó Natalie a Thomas al ver que se detenía.
—No sé, aquí es donde empieza el trozo que falta —le contestó encogiéndose de hombros.
—Yo os lo diré —dijo el hombre—. Ponía que tras esa paz nos guiaría hasta la Atlántida, y que desde allí nos enseñaría un mundo mejor.
—¿Pero cómo voy hacer eso? Soy un hombre normal y corriente —le dijo Thomas.
—Ahora ya no, te has convertido en un líder, un líder que nos tiene que cuidar y guiar. Pero tengo algo más que enseñarte.
—¿Más?
—Sí —le dijo mientras se acercaba a una caja de piedra sobre una pequeña mesa de metal, situada junto a la losa—. Aquí está la llave de la Atlántida y ahora te pertenece a ti.
—¿La llave de la Atlántida? —preguntó Natalie acercándose.
El Anciano Supremo, con mucho cuidado y delicadeza, abrió la tapa de la caja, y tras hacerlo le dijo a Thomas:
—Acércate y sácala para verla.
Thomas se acercó, introdujo la mano y sacó lo que contenía aquella caja, un pequeño cuadrado de metal, de unos quince centímetros por cada lado y de un centímetro de grosor. Parecía estar realizada con el mismo material que el medallón, pero algo más oscuro. Una de sus caras era completamente lisa, y en la otra había cuatro formas grabadas cuadradas del mismo tamaño.
—¿Qué son estas formas grabadas? —preguntó Thomas.
—En una de ellas, la que digamos que es la parte superior, va colocado el medallón, en la parte central va colocado el cristal del poder y en las otras dos van colocados unos objetos sagrados que guardaban los sabios.
—Déjamelo ver, Thomas —le dijo Natalie mientras se acercaba para tocarlo.
Al ver aquello, el Anciano cogió la mano de Natalie y se la apartó bruscamente.
—Ni se te ocurra tocarlo, está prohibido.
—¿Cómo que prohibido? Yo lo estoy tocando —interrumpió Thomas.
—Tú sí puedes, ya que eres el sabio, pero nadie más debe hacerlo. Si alguna otra persona lo hiciera, incluyéndonos a nosotros, moriríamos. Está pieza se hizo para que solo ellos, y absolutamente nadie más, pudiera tocarla. Ha permanecido ahí adentro desde que el último sabio la introdujo.
—¿Y por qué solo ellos podían? —preguntó Thomas intrigado.
—En esta llave se dice que residía el poder de la Atlántida, y los sabios, sabiendo el mal que podría causar en manos equivocadas, la hicieron de tal forma que solo ellos pudieran manejarla.
—¿Poder, llaves, profecías, muertes? Cada vez está todo más liado, no entiendo nada, ni siquiera entiendo lo que esperáis de mí.
—No te preocupes, Thomas. Todo a su debido tiempo.
Natalie, que continuaba mirando aquel objeto al que el Anciano llamaba la llave de la Atlántida, preguntó:
—¿Y dónde están los objetos que faltan?
—Eso ha sido un misterio. Aketarram y Tixtare, antes de su muerte, confiaron a un par de sus guardianes, con los que tenían más confianza, el deber de esconder esa pieza para que así nadie pudiera encontrarla hasta la llegada del sabio de la profecía.
—¿Pero no decías que solamente ellos podían tocar la llave? —le preguntó Thomas.
—Sí, pero como te acabo de decir, ellos les confiaron esas piezas dándoles el don de poder tocarlas.
—Si no me he perdido y he entendido bien lo que has contado, esos guardianes escondieron las piezas. Y si es así, ¿cómo las vamos a encontrar? —le preguntó Natalie.
—Los guardianes portadores de las piezas marcharon para realizar su misión y, una vez acabada, regresaron nuevamente con los sabios para decirles dónde fueron ocultadas. Aketarram y Tixtare les ordenaron que una vez muertos dejaran constancia de esos lugares en su morada eterna, y que luego regresaran a los mismos para asegurarse de que nadie los descubriría.
—El mapa y el pergamino —dijo Thomas en voz baja.
—Efectivamente, Thomas. Esos lugares están escritos en el mapa y en el pergamino.
—Pero los he tenido en mis propias manos y no he visto nada de lo que dices —dijo Thomas.
—Incluso yo estuve restaurando el pergamino, y no vi nada —comentó Natalie.
—Parece mentira que llegarais tan lejos con esa mentalidad, no deberíais juzgar las cosas a primera vista.
—Es la segunda vez que me dicen eso en el día de hoy. Voy a tener que tomar nota de ello —comentó Thomas sonriendo.
—Y si sabíais que estaban ahí durante todo este tiempo, ¿por qué no los cogisteis? Os hubiera resultado muy fácil hacerlo —dijo Natalie.
—¿Para qué? Solo él puede tocar la llave y los objetos. Además, donde estaban sabíamos que nadie los encontraría y que no les ocurriría nada, solamente debíamos esperar a que llegara la hora.
—Si te soy sincero —se dirigió Thomas al Anciano mientras daba vueltas a la llave—, si no hubiéramos pasado por todo lo que hemos pasado, ni visto todo lo que hemos visto, te tacharía de loco.
—Afortunadamente, por personas que han pensado lo mismo que acabas de decir, nuestros secretos han permanecido ocultos durante tanto tiempo. Al principio de todo, cuando vuestra raza era más perceptiva al mundo que les rodeaba, nos costaba mucho más, pero poco a poco se convirtieron en una especia vacía y sin motivaciones, solo pensaban en el poder y en el dinero. Por eso, en parte me alegro por lo que ha sucedido. La Tierra necesitaba una limpieza drástica.
—Pero eso que dices es una atrocidad —le dijo Natalie.
—Quizás lo sea, pero te aseguro que a la Tierra le habéis hecho un gran favor.
En ese mismo instante, e interrumpiendo la conversación, Ryan entró en la sala.
—Anciano Supremo, ya tenemos el pergamino y el mapa, y algo más… —dijo Ryan sin levantar la mirada.
Al escuchar aquello, el Anciano se acercó hasta donde estaba él y comenzaron a hablar. Thomas y Natalie, que permanecían junto a la losa, comentaban todo lo que les había contado el Anciano, cuando de repente y perturbando el silencio que había en el interior de la sala un grito llamó su atención.
—Eso no puede ser, ¿cómo es posible? —dijo el Anciano a Ryan elevando la voz.
Al escuchar aquello, Thomas y Natalie se acercaron a ellos para ver lo que sucedía.
—¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo? —preguntó Thomas preocupado.
—No, tranquilo, simplemente un pequeño contratiempo, pero nada que no se pueda solucionar —le dijo con voz seria—. Thomas, vuelve a dejar la llave en el interior de la caja, y tú, Ryan, ve a recoger junto a ellos el mapa y el pergamino, y después llevadlos a la Atlántida. Yo os estaré esperando allí, junto al consejo y todo lo necesario. Daré orden inmediatamente de que todos los ítnicos, sin excepción alguna, se dirijan hacia allí.
Y tras dar las ordenes, se marchó.
Thomas volvió a dejar la llave en el interior de la caja, y después junto a Natalie y Ryan se encaminó hacia la salida. Recorrieron nuevamente el interior de la fábrica, pero esta vez no estaban solos, un séquito de ítnicos formaron un pasillo hasta la puerta de salida, y mientras pasaban les hacían una reverencia. Ya en el coche e intentando romper el hielo, pues reinaba el silencio, Natalie preguntó:
—¿Cuál es ese contratiempo?
—Ya lo veréis al llegar —le contestó tajantemente y sin dar ninguna explicación.
—¡Madre mía! Esto parece una película, no me puedo creer todo lo que está ocurriendo —comentó Thomas fascinado.
—Es verdad, la Atlántida, los ítnicos, los sabios, la llave, etc… ¿Y ahora qué nos deparará el futuro? —lanzó la pregunta al aire Natalie.
—Pues ahora debemos encontrar los tres objetos —contestó Ryan.
—La llave de la Atlántida… ¿para qué servirá? —susurró Thomas.
—Nadie lo sabe, ni siquiera el Anciano Supremo —dijo Ryan.
—¿Entonces, para qué la necesitamos?
—Como nos ha dicho el Anciano, debemos recogerlo todo e ir a la Atlántida. Allí todas las dudas serán resueltas.

jueves, 9 de junio de 2011

Todo sobre La Atlántida




Atlántida


Atlántida (en griego antiguo Ατλαντίς νῆσος, Atlantís nēsos, ‘isla de Atlantis’) es el nombre de una isla legendaria desaparecida en el mar, mencionada y descrita por primera vez en los diálogos Timeo y el Critias, textos del filósofo griego Platón.

La precisa descripción de los textos de Platón y el hecho que en ellos se afirme reiteradamente que se trata de una historia verdadera, ha llevado a que, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, durante el Romanticismo, se propongan numerosas teorías sobre su ubicación. En la actualidad se piensa que el relato de la Atlántida, según la interpretación literal de las traducciones ortodoxas de los textos de Platón, presenta anacronismos y datos imposibles, sin embargo se ha apuntado que la leyenda pueda haber sido inspirada en un lejano fondo de realidad histórica, vinculado a alguna catástrofe natural pretérita como pudiera ser un diluvio, una gran inundación o un terremoto.

La Atlántida ha servido de inspiración para numerosas obras literarias y cinematográficas, especialmente historias de fantasía y ciencia-ficción.

El relato de Platón
Artículos principales: Timeo y Critias
El Timeo y el Critias


Las primeras referencias a la Atlántida aparecen en el Timeo y el Critias, textos en diálogos del filósofo griego Platón. En ellos, Critias, discípulo de Sócrates, cuenta una historia que de niño escuchó de su abuelo y que este, a su vez, supo de Solón, el venerado legislador ateniense, a quien se la habían contado sacerdotes egipcios en Sais, ciudad del delta del Nilo. La historia, que Critias narra como verdadera, se remonta en el tiempo a nueve mil años antes de la época de Solón, para narrar cómo los atenienses detuvieron el avance del imperio de los atlantes, belicosos habitantes de una gran isla llamada Atlántida, situada frente a las Columnas de Heracles y que, al poco tiempo de la victoria ateniense, desapareció en el mar a causa de un terremoto y de una gran inundación.

En el Timeo, Critias habla de la Atlántida en el contexto de un debate acerca de la sociedad ideal; cuenta cómo llegó a enterarse de la historia y cómo fue que Solón la escuchó de los sacerdotes egipcios; refiere la ubicación de la isla y la extensión de sus dominios en el mar Mediterráneo; la heroica victoria de los atenienses y, finalmente, cómo fue que el país de los atlantes se perdió en el mar. En el Critias, el relato se centra en la historia, geografía, organización y gobierno de la Atlántida, para luego comenzar a narrar cómo fue que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia. Relato que se interrumpe abruptamente, quedando inconclusa la historia.
[editar] Descripción de la isla

Los textos de Platón sitúan la Atlántida frente a las Columnas de Hércules (lugar tradicionalmente entendido como el estrecho de Gibraltar) y la describen como una isla más grande que Libia y Asia juntas. Se señala su geografía como escarpada, a excepción de una gran llanura de forma oblonga de 3000 por 2000 estadios, rodeada de montañas hasta el mar. A mitad de la longitud de la llanura, el relato ubica una montaña baja de todas partes, distante 50 estadios del mar, destacando que fue el hogar de uno de los primeros habitantes de la isla, Evenor, nacido del suelo.

Según el Critias, Evenor tuvo una hija llamada Clito. Cuenta este escrito que Poseidón era el amo y señor de las tierras atlantes, puesto que, cuando los dioses se habían repartido el mundo, la suerte había querido que a Poseidón le correspondiera, entre otros lugares, la Atlántida. He aquí la razón de su gran influencia en esta isla. Este dios se enamoró de Clito y para protegerla, o mantenerla cautiva, creó tres anillos de agua en torno de la montaña que habitaba su amada. La pareja tuvo diez hijos, para los cuales el dios dividió la isla en respectivos diez reinos. Al hijo mayor, Atlas o Atlante, le entregó el reino que comprendía la montaña rodeada de círculos de agua, dándole, además, autoridad sobre sus hermanos. En honor a Atlas, la isla entera fue llamada Atlántida y el mar que la circundaba, Atlántico. Su hermano gemelo se llamaba Gadiro (Gadeiron o Gadeirus y Eumelo en griego) y gobernaba el extremo de la isla que se extiende desde las Columnas de Heracles hasta la región que, posiblemente por derivación de su nombre, se denominaba Gadírica, Gadeirikês o Gadeira en tiempos de Platón.

Favorecida por Poseidón, la tierra insular de Atlántida era abundante en recursos. Había toda clase de minerales, destacando el oricalco, traducible como cobre de montaña, más valioso que el oro para los atlantes y con usos religiosos (actualmente se piensa que debía ser una aleación natural del cobre); grandes bosques que proporcionaban ilimitada madera; numerosos animales, domésticos y salvajes, especialmente elefantes; copiosos y variados alimentos provenientes de la tierra. Tal prosperidad dio a los atlantes el impulso para construir grandes obras. Edificaron, sobre la montaña rodeada de círculos de agua, una espléndida acrópolis plena de notables edificios, entre los que destacaban el Palacio Real y el templo de Poseidón. Construyeron un gran canal, de 50 estadios de longitud, para comunicar la costa con el anillo de agua exterior que rodeaba la metrópolis; y otro menor y cubierto, para conectar el anillo exterior con la ciudadela. Cada viaje hacia la ciudad era vigilado desde puertas y torres, y cada anillo estaba rodeado por un muro. Los muros estaban hechos de roca roja, blanca y negra sacada de los fosos, y recubiertos de latón, estaño y oricalco. Finalmente, cavaron, alrededor de la llanura oblonga, una gigantesca fosa a partir de la cual crearon una red de canales rectos, que irrigaron todo el territorio de la planicie.


La caída del imperio atlante
La caída de la Atlántida, por Monsù Desiderio (s. XVII).


Los reinos de la Atlántida formaban una confederación gobernada a través de leyes, las cuales se encontraban escritas en una columna de oricalco, en el Templo de Poseidón. Las principales leyes eran aquellas que disponían que los distintos reyes debían ayudarse mutuamente, no atacarse unos a otros y tomar las decisiones concernientes a la guerra, y otras actividades comunes, por consenso y bajo la dirección de la estirpe de Atlas. Alternadamente, cada cinco y seis años, los reyes se reunían para tomar acuerdos y para juzgar y sancionar a quienes de entre ellos habían incumplido las normas que los vinculaban.

La justicia y la virtud eran propios del gobierno de la Atlántida, pero cuando la naturaleza divina de los reyes descendientes de Poseidón se vio disminuida, la soberbia y las ansias de dominación se volvieron características de los atlantes. Según el Timeo, comenzaron una política de expansión que los llevó a controlar los pueblos de Libia (entendida tradicionalmente como el norte de África) hasta Egipto y de Europa, hasta Tirrenia (entendida tradicionalmente como Italia). Cuando trataron de someter a Grecia y Egipto, fueron derrotados por los atenienses.

El Critias señala que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia, pero el relato se interrumpe en el momento en que Zeus y los demás dioses se reúnen para determinar la sanción. Sin embargo, habitualmente se suele asumir que el castigo fue un gran terremoto y una subsiguiente inundación que hizo desaparecer en el mar la isla donde se encontraba el reino o ciudad principal, "en un día y una noche terribles", según señala el Timeo.




En la Antigüedad

Se conservan no pocos párrafos de escritores antiguos que aluden a los escritos de Platón sobre la Atlántida; ciertamente se han perdido muchos otros. Estrabón, en el siglo I a. C., parece compartir la opinión de Posidonio (c. 135-51 a. C.) acerca de que el relato de Platón no era una ficción. Un siglo más tarde, Plinio el Viejo nos señala en su Historia Natural que, de dar crédito a Platón, deberíamos asumir que el océano Atlántico se llevó en el pasado extensas tierras.[21] Por su parte, Plutarco, en el siglo II, nos informa de los nombres de los sacerdotes egipcios que habrían relatado a Solón la historia de la Atlántida: Sonkhis de Sais y Psenophis de Heliópolis.Finalmente, en el siglo V, comentando el Timeo, Proclo refiere que Crantor (aprox. 340-290 a. C.), filósofo de la Academia platónica, viajó a Egipto y pudo ver las estelas en que se hallaba escrito el relato que escuchó Solón.Otros autores antiguos y bizantinos como Teopompo, Plinio, Diodoro Sículo, Claudio Elia y Eustacio, entre otros, también hablan sobre la Atlántida, o los atlantes, o sobre una ignota civilización atlántica.

Fuentes: http://es.wikipedia.org/wiki/Atl%C3%A1ntida